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Alguien llamó a la
puerta y entró sin esperar a que le diera permiso. Con los ojos aún
entrecerrados, en la penumbra pude distinguir a una camarera de
uniforme con una bandeja en las manos. La depositó en algún sitio
fuera de mi campo visual y descorrió las cortinas. La estancia se
llenó de pronto de luz y yo me cubrí la cabeza con la almohada. A
pesar de que ésta amortiguaba el volumen de los ruidos, los oídos
se me llenaron de pequeñas señales que me permitieron seguir el
quehacer de la recién llegada. La porcelana de la taza al chocar
contra el plato, el borboteo del café caliente al salir de la
cafetera, el raspear del cuchillo contra una tostada al untar la
mantequilla. Cuando todo estuvo preparado, se acercó a la
cama.
-Buenos días,
señorita. El desayuno está listo. Tiene que levantarse, la espera
un coche en la puerta dentro de una hora.
Le respondí con un
gruñido. Quería decir gracias, me doy por enterada, déjame en paz.
La chica no acabó de descifrar mi intención de seguir durmiendo e
hizo caso omiso.
-Me han pedido que no
me vaya hasta que se quede usted levantada.
Hablaba español con
acento español. Tánger se había llenado de republicanos al terminar
la guerra, probablemente fuera hija de alguna de aquellas familias.
Volví a refunfuñar y me di la vuelta.
-Señorita, por favor,
levántese. Se le van a enfriar el café y las tostadas.
-¿Quién te manda?
-inquirí sin sacar la cabeza de su refugio. Mi voz sonó como salida
de una caverna, tal vez por la barrera de plumas y tela que me
separaba del exterior, tal vez por efecto de la catastrófica noche
previa. En cuanto terminé de formularla, me di cuenta de lo
ridículo de la pregunta. Cómo podría saber aquella muchacha quién
la enviaba hasta mí. Yo, en cambio, no tenía la menor duda.
-Me han dado la orden
en la cocina, señorita. Soy la camarera de
esta planta.
-Pues ya te puedes
ir.
-No hasta que usted
se quede levantada.
Era terca la joven
camarera, con la perseverancia del bien mandado. Saqué la cabeza
por fin y me retiré el pelo de la cara. Al apartar las sábanas, me
di cuenta de que llevaba puesto un camisón de color albaricoque que
no era mío. La joven me esperaba con una bata a juego en la mano;
decidí no preguntarle por su proveniencia, qué iba ella a saber.
Intuí que, de alguna manera, Rosalinda se las había arreglado para
hacer llegar ambas prendas hasta la habitación. No había, en
cambio, zapatillas, así que, descalza, me dirigí hacia la pequeña
mesa redonda preparada para el desayuno. Mi estómago lo recibió con
un crujir de tripas.
-¿Le sirvo leche,
señorita? -preguntó mientras me sentaba.
Asentí con la cabeza,
no pude con palabras: tenía la boca llena ya de tostada. Estaba
hambrienta como un lobo; recordé entonces que no había cenado la
noche previa.
-Si da su permiso,
voy a prepararle el baño.
Volví a asentir
mientras masticaba y a los pocos segundos oí el agua salir con
fuerza de los grifos a borbotones. La chica regresó a la
habitación.
-Ya puedes irte,
gracias. Di a quien corresponda que estoy levantada.
-Me han dicho que me
lleve su traje para plancharlo mientras desayuna.
Di un nuevo bocado a
la tostada y volví a asentir sin palabras. Recogió ella entonces mi
ropa caída en desorden sobre un pequeño sillón.
-¿Manda algo más la
señorita? -preguntó antes de salir.
Con la boca aún llena
me llevé un dedo a la sien, como simulando un tiro sin pretenderlo.
Me miró asustada y me di cuenta entonces de que apenas era una
chiquilla.
-Algo para el dolor
de cabeza -aclaré cuando pude por fin tragar.
Confirmó que me había
entendido con un gesto enfático y se escabulló sin una palabra más,
deseando huir lo antes posible del cuarto de aquella loca que debí
de parecerle.
Di fin a las
tostadas, a un zumo de naranja, un par de croissants y un bollo
suizo. Me serví después una segunda taza de café y, al levantar la
jarra de la leche, rocé con el dorso de la mano el sobre que
reposaba contra un pequeño búcaro con un par de rosas blancas. Noté
con el contacto algo parecido a un calambrazo, pero no lo cogí. No
tenía nada escrito, ni una letra, pero yo sabía que era para mí y
sabía quién lo enviaba. Terminé el café y me dirigí al cuarto de
baño lleno de vaho. Cerré los grifos e intenté distinguir mi imagen
en el espejo. Estaba tan empañado que, para verme, hube de secarlo
con una toalla. Lamentable, fue la única palabra que me vino a la
boca al contemplar mi reflejo. Me desnudé y entré en el agua.
Cuando salí, los
restos del desayuno habían desaparecido y el balcón estaba abierto
de par en par. Las palmeras del jardín, el mar y el cielo azul
intenso del Estrecho parecían quererse meter en la habitación, pero
apenas les hice caso, tenía prisa. A los pies de la cama encontré
la ropa planchada: el traje, la combinación y las medias de seda,
todo listo para volver a mi cuerpo. Y en la mesilla de noche, sobre
una pequeña bandeja de plata, una garrafa con agua, un vaso y un
tubo de Optalidón. Tragué dos pastillas de un golpe; lo pensé mejor
y me tomé una más. Volví después al baño y me recogí el pelo húmedo
en un moño bajo. Me maquillé mínimamente, no llevaba conmigo más
que la polvera y una barra de rouge.
Después me vestí. Todo listo, murmuré al aire. Rectifiqué
inmediatamente. Todo listo, casi. Faltaba un pequeño detalle. El
que me esperaba en la mesa donde media hora antes había desayunado:
el sobre color crema sin destinatario aparente. Suspiré y,
cogiéndolo con apenas dos dedos, lo guardé en el bolso sin volverlo
a mirar.
Me fui. Atrás dejé un
camisón ajeno y el hueco de mi cuerpo entre las sábanas. El miedo
no quiso quedarse, se vino conmigo.
-La cuenta de
mademoiselle ya está pagada, un auto la está esperando -me dijo
discretamente el jefe de recepción. Ni el vehículo ni el conductor
me resultaron familiares, pero no pregunté de quién era el primero
ni para quién trabajaba el segundo. Tan sólo me acomodé en el
asiento trasero y, sin que de mi boca saliera una palabra, dejé que
entre ambos me llevaran a casa.
Mi madre no me
preguntó cómo me había ido la fiesta ni dónde había pasado la
noche. Supuse que quien fuera que le trasladara el mensaje la noche
anterior lo hizo con tal convencimiento que apenas dejó resquicio
para la preocupación. Si se fijó en mi mala cara, no dio muestras
de que ésta le causara la menor intriga. Tan sólo levantó la vista
de la prenda que estaba montando y me dio los buenos días. Ni
efusiva ni molesta. Neutra.
-Se nos ha acabado el
cordón de seda -anunció-. La señora de Aracama quiere que le
pasemos la prueba del jueves al viernes y Frau Langenheim prefiere
que cambiemos la caída del vestido de shantung.
Mientras seguía
cosiendo y comentando las últimas incidencias, coloqué una silla
frente a ella y me senté, tan cerca que mis rodillas quedaron casi
rozando las suyas. Comenzó entonces a contarme algo acerca de la
entrega de unas piezas de satén que habíamos pedido la semana
anterior. No la dejé terminar.
-Quieren que vuelva a
Madrid y que trabaje para los ingleses; que les pase información
sobre los alemanes. Quieren que espíe a sus mujeres, madre.
La mano derecha se le
paró en alto, sosteniendo la aguja enhebrada entre pespunte y
pespunte. La frase se quedó a medias, la boca abierta. Inmóvil en
la postura, levantó los ojos por encima de las pequeñas gafas que
ya entonces usaba para coser y me clavó una mirada llena de
desconcierto.
No seguí hablando
inmediatamente. Antes tomé aire y lo expulsé un par de veces: con
fuerza, con grandes bocanadas, como si me faltara la
respiración.
-Dicen que España
está llena de nazis -continué-. Los ingleses necesitan gente para
informarles sobre lo que hacen los alemanes: con quién se reúnen,
dónde, cuándo, cómo. Han pensado en ponerme un taller y que yo cosa
para sus esposas, para que después les cuente lo que vea y
oiga.
-Y tú, ¿qué les has
contestado?
Su voz, como la mía,
fue apenas un susurro.
-Que no. Que no
puedo, que no quiero. Que estoy bien aquí, contigo. Que no tengo
interés en volver a Madrid. Pero me piden que me lo piense.
El silencio se
extendió por toda la estancia, entre las telas y los maniquíes,
rodeando las bobinas de hilo, posándose en las tablas de
coser.
-¿Y eso ayudaría a
que España no entrara en guerra otra vez? -preguntó por fin.
Me encogí de
hombros.
-Todo puede en
principio ayudar o, al menos, eso creen -dije sin gran
convencimiento-. Están intentando montar una trama de informadores
clandestinos. Los ingleses desean que los españoles nos quedemos al
margen de lo que pasa en Europa, que no nos aliemos con los
alemanes y no intervengamos; dicen que será lo mejor para
todos.
Bajó la cabeza y
concentró la atención en la tela en la que estaba trabajando. No
dijo nada a lo largo de unos segundos: se quedó pensando,
reflexionando sin prisa mientras la acariciaba con la yema del
pulgar. Finalmente, alzó la mirada y se quitó las gafas
despacio.
-¿Quieres mi consejo,
hija? -preguntó.
Moví la barbilla con
gesto rotundo. Sí, claro que quería su consejo: necesitaba que me
confirmara que mi negativa era razonable, ansiaba oír de su boca
que aquel plan era una auténtica insensatez. Quería que volviera la
madre de siempre, que dijera que quién" me creía yo que era para
andar jugando a los agentes secretos. Quise encontrar de nuevo a la
Dolores firme de mi infancia: la prudente, la resolutiva, la que
siempre sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. La que me
crió marcando el camino recto al que un mal día yo di esquinazo.
Pero el mundo había cambiado no sólo para mí: los puntales de mi
madre también eran ya otros.
-Ve con ellos, hija.
Ayuda, colabora. Nuestra pobre España no puede entrar en otra
guerra, ya no le quedan fuerzas.
-Pero, madre…
No me dejó
seguir.
-Tú no sabes lo que
es vivir en guerra, Sira. Tú no te has despertado un día y otro con
el ruido de las ametralladoras y el estallido de los morteros. Tú
no has comido lentejas con gusanos mes tras mes, no has vivido en
invierno sin pan, ni carbón, ni cristales en las ventanas. No has
convivido con familias rotas y niños hambrientos. No has visto ojos
llenos de odio, de miedo, o de las dos cosas a la vez. España
entera está arrasada, nadie tiene ya fuerzas para soportar de nuevo
la misma pesadilla. Lo único que este país puede hacer ahora es
llorar a sus muertos y tirar hacia delante con lo poco que le
queda.
-Pero…
-insistí.
Volvió a
interrumpirme. Sin alzar la voz, pero tajante.
-Si yo fuera tú,
ayudaría a los ingleses, haría lo que me pidieran. Ellos trabajan
en su propio beneficio, de eso no te quepa duda: todo esto lo hacen
por su patria, no por la nuestra. Pero si su beneficio nos
beneficia a todos, bendito sea Dios. Supongo que la petición te
habrá llegado de tu amiga Rosalinda.
-Estuvimos hablando
ayer durante horas; esta mañana me ha dejado escrita una carta, aún
no la he leído. Supongo que serán instrucciones.
-Por todas partes se
oye que a su Beigbeder le quedan cuatro días de ministro. Parece
que van a echarle precisamente por eso, por hacerse amigo de los
ingleses. Imagino que él también tendrá algo que ver en esto.
-La idea es de los
dos -confirmé.
-Pues ya podía haber
puesto el mismo empeño en librarnos de la otra guerra en la que
ellos mismos nos metieron, pero eso pasado está y ya no tiene
remedio, lo que hay que hacer ahora es mirar al futuro. Tú veras lo
que decides, hija. Me has pedido mi consejo y yo te lo he dado: con
gran dolor de mi corazón, pero entendiendo que eso es lo más
responsable. Para mí también será difícil: si te vas, volveré a
estar sola y viviré otra vez con la incertidumbre de no saber de
ti. Pero creo que sí, que debes marcharte a Madrid. Yo me quedaré
aquí y sacaré el taller adelante. Buscaré a alguien para que me
ayude, tú por eso no te preocupes. Y cuando todo acabe, Dios
dirá.
No pude responder. No
me quedaban excusas. Decidí irme, salir a la calle, dejar que me
diera el aire. Tenía que pensar.