37

    
    Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar a que le diera permiso. Con los ojos aún entrecerrados, en la penumbra pude distinguir a una camarera de uniforme con una bandeja en las manos. La depositó en algún sitio fuera de mi campo visual y descorrió las cortinas. La estancia se llenó de pronto de luz y yo me cubrí la cabeza con la almohada. A pesar de que ésta amortiguaba el volumen de los ruidos, los oídos se me llenaron de pequeñas señales que me permitieron seguir el quehacer de la recién llegada. La porcelana de la taza al chocar contra el plato, el borboteo del café caliente al salir de la cafetera, el raspear del cuchillo contra una tostada al untar la mantequilla. Cuando todo estuvo preparado, se acercó a la cama.
    -Buenos días, señorita. El desayuno está listo. Tiene que levantarse, la espera un coche en la puerta dentro de una hora.
    Le respondí con un gruñido. Quería decir gracias, me doy por enterada, déjame en paz. La chica no acabó de descifrar mi intención de seguir durmiendo e hizo caso omiso.
    -Me han pedido que no me vaya hasta que se quede usted levantada.
    Hablaba español con acento español. Tánger se había llenado de republicanos al terminar la guerra, probablemente fuera hija de alguna de aquellas familias. Volví a refunfuñar y me di la vuelta.
    -Señorita, por favor, levántese. Se le van a enfriar el café y las tostadas.
    -¿Quién te manda? -inquirí sin sacar la cabeza de su refugio. Mi voz sonó como salida de una caverna, tal vez por la barrera de plumas y tela que me separaba del exterior, tal vez por efecto de la catastrófica noche previa. En cuanto terminé de formularla, me di cuenta de lo ridículo de la pregunta. Cómo podría saber aquella muchacha quién la enviaba hasta mí. Yo, en cambio, no tenía la menor duda.
    -Me han dado la orden en la cocina, señorita. Soy la camarera de esta planta.
    -Pues ya te puedes ir.
    -No hasta que usted se quede levantada.
    Era terca la joven camarera, con la perseverancia del bien mandado. Saqué la cabeza por fin y me retiré el pelo de la cara. Al apartar las sábanas, me di cuenta de que llevaba puesto un camisón de color albaricoque que no era mío. La joven me esperaba con una bata a juego en la mano; decidí no preguntarle por su proveniencia, qué iba ella a saber. Intuí que, de alguna manera, Rosalinda se las había arreglado para hacer llegar ambas prendas hasta la habitación. No había, en cambio, zapatillas, así que, descalza, me dirigí hacia la pequeña mesa redonda preparada para el desayuno. Mi estómago lo recibió con un crujir de tripas.
    -¿Le sirvo leche, señorita? -preguntó mientras me sentaba.
    Asentí con la cabeza, no pude con palabras: tenía la boca llena ya de tostada. Estaba hambrienta como un lobo; recordé entonces que no había cenado la noche previa.
    -Si da su permiso, voy a prepararle el baño.
    Volví a asentir mientras masticaba y a los pocos segundos oí el agua salir con fuerza de los grifos a borbotones. La chica regresó a la habitación.
    -Ya puedes irte, gracias. Di a quien corresponda que estoy levantada.
    -Me han dicho que me lleve su traje para plancharlo mientras desayuna.
    Di un nuevo bocado a la tostada y volví a asentir sin palabras. Recogió ella entonces mi ropa caída en desorden sobre un pequeño sillón.
    -¿Manda algo más la señorita? -preguntó antes de salir.
    Con la boca aún llena me llevé un dedo a la sien, como simulando un tiro sin pretenderlo. Me miró asustada y me di cuenta entonces de que apenas era una chiquilla.
    -Algo para el dolor de cabeza -aclaré cuando pude por fin tragar.
    Confirmó que me había entendido con un gesto enfático y se escabulló sin una palabra más, deseando huir lo antes posible del cuarto de aquella loca que debí de parecerle.
    Di fin a las tostadas, a un zumo de naranja, un par de croissants y un bollo suizo. Me serví después una segunda taza de café y, al levantar la jarra de la leche, rocé con el dorso de la mano el sobre que reposaba contra un pequeño búcaro con un par de rosas blancas. Noté con el contacto algo parecido a un calambrazo, pero no lo cogí. No tenía nada escrito, ni una letra, pero yo sabía que era para mí y sabía quién lo enviaba. Terminé el café y me dirigí al cuarto de baño lleno de vaho. Cerré los grifos e intenté distinguir mi imagen en el espejo. Estaba tan empañado que, para verme, hube de secarlo con una toalla. Lamentable, fue la única palabra que me vino a la boca al contemplar mi reflejo. Me desnudé y entré en el agua.
    Cuando salí, los restos del desayuno habían desaparecido y el balcón estaba abierto de par en par. Las palmeras del jardín, el mar y el cielo azul intenso del Estrecho parecían quererse meter en la habitación, pero apenas les hice caso, tenía prisa. A los pies de la cama encontré la ropa planchada: el traje, la combinación y las medias de seda, todo listo para volver a mi cuerpo. Y en la mesilla de noche, sobre una pequeña bandeja de plata, una garrafa con agua, un vaso y un tubo de Optalidón. Tragué dos pastillas de un golpe; lo pensé mejor y me tomé una más. Volví después al baño y me recogí el pelo húmedo en un moño bajo. Me maquillé mínimamente, no llevaba conmigo más que la polvera y una barra de rouge. Después me vestí. Todo listo, murmuré al aire. Rectifiqué inmediatamente. Todo listo, casi. Faltaba un pequeño detalle. El que me esperaba en la mesa donde media hora antes había desayunado: el sobre color crema sin destinatario aparente. Suspiré y, cogiéndolo con apenas dos dedos, lo guardé en el bolso sin volverlo a mirar.
    Me fui. Atrás dejé un camisón ajeno y el hueco de mi cuerpo entre las sábanas. El miedo no quiso quedarse, se vino conmigo.
    -La cuenta de mademoiselle ya está pagada, un auto la está esperando -me dijo discretamente el jefe de recepción. Ni el vehículo ni el conductor me resultaron familiares, pero no pregunté de quién era el primero ni para quién trabajaba el segundo. Tan sólo me acomodé en el asiento trasero y, sin que de mi boca saliera una palabra, dejé que entre ambos me llevaran a casa.
    Mi madre no me preguntó cómo me había ido la fiesta ni dónde había pasado la noche. Supuse que quien fuera que le trasladara el mensaje la noche anterior lo hizo con tal convencimiento que apenas dejó resquicio para la preocupación. Si se fijó en mi mala cara, no dio muestras de que ésta le causara la menor intriga. Tan sólo levantó la vista de la prenda que estaba montando y me dio los buenos días. Ni efusiva ni molesta. Neutra.
    -Se nos ha acabado el cordón de seda -anunció-. La señora de Aracama quiere que le pasemos la prueba del jueves al viernes y Frau Langenheim prefiere que cambiemos la caída del vestido de shantung.
    Mientras seguía cosiendo y comentando las últimas incidencias, coloqué una silla frente a ella y me senté, tan cerca que mis rodillas quedaron casi rozando las suyas. Comenzó entonces a contarme algo acerca de la entrega de unas piezas de satén que habíamos pedido la semana anterior. No la dejé terminar.
    -Quieren que vuelva a Madrid y que trabaje para los ingleses; que les pase información sobre los alemanes. Quieren que espíe a sus mujeres, madre.
    La mano derecha se le paró en alto, sosteniendo la aguja enhebrada entre pespunte y pespunte. La frase se quedó a medias, la boca abierta. Inmóvil en la postura, levantó los ojos por encima de las pequeñas gafas que ya entonces usaba para coser y me clavó una mirada llena de desconcierto.
    No seguí hablando inmediatamente. Antes tomé aire y lo expulsé un par de veces: con fuerza, con grandes bocanadas, como si me faltara la respiración.
    -Dicen que España está llena de nazis -continué-. Los ingleses necesitan gente para informarles sobre lo que hacen los alemanes: con quién se reúnen, dónde, cuándo, cómo. Han pensado en ponerme un taller y que yo cosa para sus esposas, para que después les cuente lo que vea y oiga.
    -Y tú, ¿qué les has contestado?
    Su voz, como la mía, fue apenas un susurro.
    -Que no. Que no puedo, que no quiero. Que estoy bien aquí, contigo. Que no tengo interés en volver a Madrid. Pero me piden que me lo piense.
    El silencio se extendió por toda la estancia, entre las telas y los maniquíes, rodeando las bobinas de hilo, posándose en las tablas de coser.
    -¿Y eso ayudaría a que España no entrara en guerra otra vez? -preguntó por fin.
    Me encogí de hombros.
    -Todo puede en principio ayudar o, al menos, eso creen -dije sin gran convencimiento-. Están intentando montar una trama de informadores clandestinos. Los ingleses desean que los españoles nos quedemos al margen de lo que pasa en Europa, que no nos aliemos con los alemanes y no intervengamos; dicen que será lo mejor para todos.
    Bajó la cabeza y concentró la atención en la tela en la que estaba trabajando. No dijo nada a lo largo de unos segundos: se quedó pensando, reflexionando sin prisa mientras la acariciaba con la yema del pulgar. Finalmente, alzó la mirada y se quitó las gafas despacio.
    -¿Quieres mi consejo, hija? -preguntó.
    Moví la barbilla con gesto rotundo. Sí, claro que quería su consejo: necesitaba que me confirmara que mi negativa era razonable, ansiaba oír de su boca que aquel plan era una auténtica insensatez. Quería que volviera la madre de siempre, que dijera que quién" me creía yo que era para andar jugando a los agentes secretos. Quise encontrar de nuevo a la Dolores firme de mi infancia: la prudente, la resolutiva, la que siempre sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. La que me crió marcando el camino recto al que un mal día yo di esquinazo. Pero el mundo había cambiado no sólo para mí: los puntales de mi madre también eran ya otros.
    -Ve con ellos, hija. Ayuda, colabora. Nuestra pobre España no puede entrar en otra guerra, ya no le quedan fuerzas.
    -Pero, madre…
    No me dejó seguir.
    -Tú no sabes lo que es vivir en guerra, Sira. Tú no te has despertado un día y otro con el ruido de las ametralladoras y el estallido de los morteros. Tú no has comido lentejas con gusanos mes tras mes, no has vivido en invierno sin pan, ni carbón, ni cristales en las ventanas. No has convivido con familias rotas y niños hambrientos. No has visto ojos llenos de odio, de miedo, o de las dos cosas a la vez. España entera está arrasada, nadie tiene ya fuerzas para soportar de nuevo la misma pesadilla. Lo único que este país puede hacer ahora es llorar a sus muertos y tirar hacia delante con lo poco que le queda.
    -Pero… -insistí.
    Volvió a interrumpirme. Sin alzar la voz, pero tajante.
    -Si yo fuera tú, ayudaría a los ingleses, haría lo que me pidieran. Ellos trabajan en su propio beneficio, de eso no te quepa duda: todo esto lo hacen por su patria, no por la nuestra. Pero si su beneficio nos beneficia a todos, bendito sea Dios. Supongo que la petición te habrá llegado de tu amiga Rosalinda.
    -Estuvimos hablando ayer durante horas; esta mañana me ha dejado escrita una carta, aún no la he leído. Supongo que serán instrucciones.
    -Por todas partes se oye que a su Beigbeder le quedan cuatro días de ministro. Parece que van a echarle precisamente por eso, por hacerse amigo de los ingleses. Imagino que él también tendrá algo que ver en esto.
    -La idea es de los dos -confirmé.
    -Pues ya podía haber puesto el mismo empeño en librarnos de la otra guerra en la que ellos mismos nos metieron, pero eso pasado está y ya no tiene remedio, lo que hay que hacer ahora es mirar al futuro. Tú veras lo que decides, hija. Me has pedido mi consejo y yo te lo he dado: con gran dolor de mi corazón, pero entendiendo que eso es lo más responsable. Para mí también será difícil: si te vas, volveré a estar sola y viviré otra vez con la incertidumbre de no saber de ti. Pero creo que sí, que debes marcharte a Madrid. Yo me quedaré aquí y sacaré el taller adelante. Buscaré a alguien para que me ayude, tú por eso no te preocupes. Y cuando todo acabe, Dios dirá.
    No pude responder. No me quedaban excusas. Decidí irme, salir a la calle, dejar que me diera el aire. Tenía que pensar.
    
El tiempo entre costuras
titlepage.xhtml
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_000.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_001.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_002.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_003.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_004.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_005.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_006.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_007.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_008.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_009.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_010.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_011.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_012.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_013.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_014.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_015.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_016.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_017.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_018.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_019.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_020.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_021.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_022.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_023.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_024.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_025.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_026.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_027.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_028.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_029.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_030.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_031.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_032.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_033.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_034.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_035.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_036.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_037.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_038.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_039.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_040.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_041.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_042.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_043.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_044.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_045.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_046.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_047.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_048.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_049.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_050.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_051.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_052.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_053.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_054.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_055.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_056.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_057.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_058.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_059.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_060.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_061.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_062.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_063.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_064.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_065.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_066.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_067.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_068.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_069.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_070.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_071.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_072.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_073.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_074.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_075.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_076.htm
Maria Duenas - El tiempo entre costuras_split_077.htm